Cuando allá por el primer trimestre nos informaron de que el cambio a Ca L'Aranyò era inminente y definitivo, muchos nos desilusionamos. Incluida yo. No queríamos soltar aquél barrio maravilloso, aquella
plaza del tripi, las estatuas de la Rambla, los guiris despistados.
Yo recuerdo pensar para mis adentros que en los solares dejados de la mano de dios del Poblenou, las cosas nunca podrían ser tan trepidantes. Probablemente no lo sean. Junto a la facultad donde estamos ahora no hay kebabs, ni pakibiers, ni demasiados sitios donde acudir
al salir de clase. Y además la cafetería cierra a las cinco y media.
Pero, quizás porque soy de los afortundos que cada día se bajan en Llacuna, y no en Glories, le he acabado encontrando el punto a este barrio. En el trayecto de la parada de metro a la universidad (cinco calles de subida) puedo ver cada día como
la sede de los Ángeles del Infierno sigue cerrada, pero con la persiana sólo a medio cerrar, y el precinto roto.
Hay un hombre en el cruce de Pallars con Roc Boronat que vive allí. Tiene distribuidos por tres de los cuatro chaflanes sus pertenencias, y cada mañana a las nueve me lo encuentro baldeando con agua su parte favorita de la acera.
Hay decenas de inmigrantes revolviendo en los contenedores de escombros al lado de la universidad, y creo que nadie nos hemos atrevido aún a preguntarles sobre su situación (al menos, yo no).
Y hoy, cuando volvía de clase, he escuchado a un hombre con acento sudamericano que le decía a la persona que lo acompañaba: "Pero qué voy a hacer, si nadie me da trabajo [...] yo quiero cotizar, pero...". Lo decía con el tono del niño que cree que están cometiendo una injusticia con él. En su caso es cierto.
Todas estas pequeñas cosas forman parte de la realidad, y nos incumben como periodistas. Al fin y al cabo, no parece que podamos decir que en Ca L'Aranyò no estemos rodeados de historias dignas de contar.