Todos los periódicos loan, elogian y alaban hoy la actuación del Barça en la final de la Champions disputada anoche en Roma. Y el mérito de los blaugrana es, sin duda, enorme. No obstante, algo me choca, y no me deja disfrutar completamente de esta victoria, a mí, que sin ser muy futbolera, también me han acabado subyugando los encantos de
Pep Guardiola.
Ayer me estrenaba. Después de cinco años viviendo en Barcelona, acudía por primera vez a Canaletes a celebrar una victoria del Barça. Qué mejor ocasión que el triplete. Vi el partido en un bar del centro junto a tres amigos. Hasta ahí, todo normal: el ambiente era el que cualquiera puede esperar de una
final determinante. Al acabar la retransmisión, enfilamos Tallers abajo con la intención de ir a parar a la Rambla, pero cuál fue nuestra sorpresa al ver el paso cortado por una ingente cifra de mossos d’esquadra que, a pesar de todo, no logramos identificar.
Lo mismo ocurría en
ronda Universitat. Conseguimos finalmente acceder
al que en otra época fue el paseo más bonito del mundo, pasando por calle Bergara a Plaza Catalunya hasta lograr mezclarnos alegremente con la masa. Los baños de multitudes le pueden parecer a cada cual más o menos engorrosos, pero lo que está claro es que uno nunca se ira a casa sin llevarse un par de pisotones de recuerdo
El problema no es la incomodidad. Más bien, los conatos de peleas que tuvimos que presenciar, o los
petardos de gran calibre que algunos graciosos decidían encender en medio del tumulto, y de cuya presencia sólo te enterabas gracias al empujón colectivo. Todavía no sé si el fútbol saca lo peor de cada uno, o lo peor de cada casa.
Al final, lo más destacable resultó, como observaba mi amiga Y., que anoche
los pakistaníes de la Rambla no estaban vendiendo cerveza, sino celebrando la victoria del Barça. Un prodigio de integración que muchos deben aplaudir. Intuyo que en La vanguardia hoy se han levantado con una sonrisa. Anoche, la Rambla fue un poco más cívica.